“Un hombre sabio es fuego viviente”
−Osho
Muerte,
es una palabra que lleva consigo infinidad de significados y sentimientos. Esta
palabra emblandece a los duros de corazón, hace que los ermitaños quieran estar
acompañados, que los políticos digan la verdad, que los enamorados lloren. Esta
simple palabra es muy difícil de entender y fácil de pronunciar. La palabra
muerte hace que el mundo se estremezca en un instante. A las personas no les
agrada morir, en lo personal a mi si me gusta morir, de hecho ya van varias
veces que he muerto.
Mi
nombre es Thich Quang Duc, he dedicado toda mi vida a la búsqueda de la paz y
la sabiduría, para algunos mi estilo de vida les parecerá aburrido, pero a mí
me parece de lo más excitante. Soy un monje budista.
Déjenme
contarles cómo es que recorrí este camino que está lleno de sublimes silencios.
Nací en un pequeño pueblo de Vietnam del Sur, en el año de 1897. Mis padres
eran campesinos y se dedicaban a la siembra de arroz, desde muy joven acudía al
campo para ayudar a mi padre a sembrar, él me enseño todo sobre la siembra de
está semilla, desde preparar la tierra, hasta la recolección y el secado del
arroz, una vez que este ha madurado por completo. En la aldea existía una
pequeña choza a la que todos acudían para meditar junto a la gran estatua de
Buda. Junto a mis labores de campo también se juntaban las de la oración. Mi
madre es la que se encargaba de enternecerme el espíritu, ella fue quien me
enseño todo lo que sabía sobre Buda y sus preceptos. El silencio que se
producía en aquella choza nos hacía olvidar todo lo que nos rodeaba, recuerdo
que un día al despertar del trance, me di cuenta que una torrencial lluvia
azotaba la aldea, mis ropas estaban totalmente empapadas pero me sorprendí
porque durante la meditación, no pude sentir ninguna gota de agua. No sentía frío,
no percibía el olor de humedad de la tierra mojada. Durante mi larga meditación
solamente éramos mi mente y yo.
Conforme
fui creciendo, me interese más por la vida espiritual que por la del campo, al
cumplir quince años, me retire a las montañas con los monjes y aprendí todo lo
que tenía que saber sobre el budismo. En la soledad de las montañas mi única
compañía era yo mismo. Hablaba conmigo y me escuchaba, era una relación
perfecta. Pase años en aquellas frías montañas, escuchando a los grandes
maestros y dedicándome a la auto-exploración.
Mi
momento de ordenamiento llego, había carbón hirviendo en el piso, al ver esto
no sentí miedo, tampoco desesperación. Increíblemente mi cuerpo se mantenía
sereno. Di unos cuantos pasos y termine justo en medio del piso hirviente. Me
era imposible creer que el fuego no me produjera ningún ardor. Ignorando por un
momento esto, jure ante mi maestro dedicar mi vida a la búsqueda de la sabiduría
y luchar por la salvación de todos ser vivo que habitara el planeta. Pase de
alumno a maestro, pero no me gustaba que me llamaran así. No me sentía como un
maestro, porque muy a menudo eran mis alumnos lo que me enseñaban a mí.
Cierto
día decidí bajar al pueblo para visitar a mis padres, pero al estar ahí todo
era muy diferente a como yo lo recordaba. Las chozas estaban destruidas, los sembradíos
marchitos. La gente tenía un semblante de profunda tristeza, los niños ya no
cantaban felices y los ancianos dejaron de recitar aquellos bellos poemas que a
diario declamaban mientras que el roció cubría las hojas de los árboles. La
población se veía reducida, había más chozas que personas. Entonces me acerque
a un joven que limpiaba la estatua de Buda y le pregunte por lo que había ocurrido.
El hombre me contó lo acontecido, hace tiempo que el gobierno perseguía a los
monjes como yo, y se enteraron de que cerca de aquí existía un templo budista.
Vinieron durante semanas para averiguar la ubicación, pero esta gente no lo sabía,
los soldados fueron llevándose poco a poco a hombres y mujeres dejando únicamente
a viejos, niños y uno que otro adolescente como con el que platicaba. Hace
tiempo que la tristeza no invadía mi corazón como lo hizo aquel día. Mi cuerpo
se sentía desganado y mi espíritu daba alaridos de dolor.
Durante
un gran periodo la intolerancia del gobierno hacia mi religión se acrecentó y
las persecuciones y represiones no se hicieron esperar. En ningún lugar estaba
seguro un monje. Nos querían quitar a libertad. pero ahí me di cuenta de la
gran ignorancia que regía a los soldados y políticos. Pensaban que encerrándonos
en una celda sin ver la luz o montándonos a sangra fría iban a quitarnos la
libertad, que equivocados estaban. Es ahí cuando entendí su intolerancia, pues
sólo un hombre que no entiende el concepto de libertad piensa que encerrándonos
puede quitarnos la nuestra, esas personas no entienden que la libertad está en
el alma, y nadie puede quitárnosla. El espíritu siempre ha sido libre, ni yo
soy capaz de encerrarlo, pues él va a dónde quiere ir. Me sentí profundamente decepcionado,
me puse a pedir por estas personas para que pudieran entender que el enemigo
del hombre no es el hombre, si no su intolerancia hacia las ideas que el alma
expresa a través de este cuerpo humano.
Algunos
monjes nos decidimos a marchar por una calle muy concurrida de Saigón. Los días
previos a esta manifestación, en mi mente ya llevaba una idea que me consumía
como fuego. Una vez en las calles, me decidí a dejar ver mi profunda tristeza.
Tomé asiento en el negro asfalto de la calle y asumí mi posición de flor de
loto y empecé a meditar con una tranquilidad apaciguadora. Un compañero arrojo
en mi cuerpo un tanto de gasolina y de pronto las llamas me abrazaron con sus
grandes flamas. Periodistas aterrorizados miraban como mi cuerpo era consumido
por las ardientes llamas de este fuego. Mi carne se derritió como cera, en minutos
perdí mi rostro. El olor a carne chamuscada inundaba las calles de la ciudad.
Los soldados miraron caer mi cuerpo ya sin vida sobre el asfalto, los periodistas
hicieron sus apuntes y algunos curiosos registraron en evento con su videocámara.
Al
principio de mi narración les dije que yo ya había muerto varias veces, y eso
es completamente cierto. Unas cinco veces fueron las que caí muerto antes de
esta ocasión. El hombre debe morir constantemente para renacer otras tantas
veces, aquel que no muere, nunca entenderá la vida. Uno muere cuando cumple
años, pues muere el niño o el joven y nace un adulto o un viejo. Uno muere
también cuando aprende. Uno muere cuando se va para regresar. Uno muere cuando
se pierde y cuando se encuentra. El hombre muere y se renueva a cada momento de
su vida, muchos no se dan cuenta y hay otros que en verdad nunca mueren. Hoy me
toco morir calcinado, no por el fuego que se produjo de la gasolina y el fósforo,
si no por el fuego que emana de mí. Muchos periodistas regresaron a sus países y
escribieron distintas notas, en unas me llamaban suicida, en otras me tacharon
de loco y en muchas más describían el horror que sintieron al ver mi cuerpo
envuelto en llamas. También muchos hablaron de la serenidad con la que
afrontaba aquel momento, no entendió su sorpresa ante mi actitud frente a la
muerte, nunca entendí porque esta palabra causaba tanto miedo. Al estar en
llamas, por mi mente pasaron tantas cosas pero nunca la preocupación por dejar
este mundo.
En
ese momento llegue a sentir tristeza por las personas que trataban de
encerrarnos, en ese ardiente instante volví a pedir por ellos. El fuego que emanaba
de mi cuerpo, era el fuego que ocasiono la intolerancia del hombre hacia el
sabio. El fuego que me arrebataba la vida, era el que se produjo por el
desprecio del hombre por el hombre. Mi cuerpo en llamas no fue −como muchos
dicen− una manifestación contra las políticas de ese momento. Más bien fue un
mensaje, uno de una naturaleza bellísima. Mi intención era hacerles saber que
la libertad no podía quitárnosla nadie, ni yo mismo. El fuego en mi cuerpo era
para hacerles entender, que si en verdad querían quitarnos la vida nosotros
mismo lo podíamos hacer, pero de nada serviría. Yo pretendía hacerles entender
que la intolerancia ocasiona un fuego que acaba por carcomer a la humanidad. Mi
muerte fue un mensaje de vida, de cambio y de transformación. Mi muerte tenía
como propósito decirle a la humanidad que uno debe dejar a un lado el odio a su
hermano. Al mundo en general.
Esta
es mi historia. Este soy yo. Thich Quang Duc, el sabio que decidió enfrentarse
al odio del hombre, él que decidió morir para demostrar que la libertad no es posesión
de ninguna persona, él que les dijo que el hombre debe amar al hombre, pues uno
es reflejo del otro y todos somos el reflejo del mundo. Soy un hombre en llamas
que arderá durante la eternidad, pues sólo el hombre es quien va a decidir
cuando el fuego debe cesar para que la vida vuelva a florecer.
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