sábado, 22 de marzo de 2014

La doble invención


I

La conocí por casualidad, por esas cosas que pasan con regularidad. Caminaba por Isola di S. Pietro; el cielo permanecía nublado, siempre me pareció que los días grises estaban rodeados por una magia terrible, un sin fin de melancolías que podías percibir en las hojas de los árboles, en el ir y venir del agua, en el silbido del viento. Me detuve justo en un puente que cruza el Rio di Quintavalle, me quedé mirando a los pasantes, a los turistas que fotografiaban todo a su alrededor. El humo de mi cigarrillo también, como las hojas, el viento y el agua, me traía un poco de esa magia. Pensaba en unos versos que iban algo así como: <<Creo que soy porque te invento…>>. Y entonces la vi, detrás de dos holandeses que se besaban, estaba ella; mirando todo a su alrededor con un caleidoscopio, quien sabe; a lo mejor para ella la vista de Venecia ya era muy aburrida, tendría que volverlo a inventarlo todo, las casas, los balcones, las macetas de flores violetas, el clima, la melancolía. Habría que inventar una ciudad de triángulos y figuras al estilo de la curva de Koch, tal vez ella querría ver todo a través de tres espejos o dos, o solo mirar los círculos de colores que se volvían ventanas o puertas, o balsas o turistas. O su objetivo era algo más simple, inventarse a ella misma. Pasó debajo del puente, la alcancé al otro lado, ya tan solo podía admirar su espalda y su cabello negro. Probablemente me había mirado con el caleidoscopio. Y me vio hecho colores, hecho humo, hecho recuerdos, no pedazos, digamos que me vio hecho triángulos y luces fluorescentes, digamos que me vio, no hecho pedazos, sino hecho recuerdos; hecho nada.

II

Qué hermoso era saber que estabas… y que durabas, eras más que el tiempo. Acabé de cruzar el puente, bajé por la Riva d. Partigiani para poder alcanzarla, así pase algunos minutos, caminando, siendo el perseguidor de un recuerdo húmedo; porque como pasaba el tiempo y ella se alejaba de mi vista, su rostro iba difuminándose. Entre esto de las invenciones y la persecución comencé a pensar sobre que habría que inventar un lenguaje nuevo, que tendría que reinventarme junto a mis cigarrillos, y a mi chaqueta, y tal vez tendría que inventar el beso, el abrazo, el adiós. Si para cuando la balsa se detuviera, y ella bajará con el caleidoscopio en el ojo izquierdo, sostenido por la mano derecha –porque así son las invenciones, no tienen sentido, hasta que uno se los encuentra- yo no había inventado una plática habría sido un fracaso, una caminata sin sentido alguno de haber sido. De pronto me di cuenta que me había detenido y estaba fumando el ultimo cigarrillo de la cajetilla. Ella estaba bajado, poniendo sus pies sobre una superficie nueva, que no era esta ni la calle de enfrente, era otra, una más nueva y más negra. El cielo iba entristeciendo más, la seguí otras cuantas calles, la vi entrar a un cafetín de la Marinaressa. Se sentó en la terraza, pidió un capuchino y un cenicero. Me limité a mirar, busqué la cajetilla para tomar otro cigarro pero mis manos solo encontraron un vació dentro del pedacito de cartón. Lo que pasó fue lo siguiente, con la misma precisión que lo describo: Disolvió tres cubos de azúcar en su bebida, saco una hoja de papel a la que le prendió fuego y dejo morir en el cenicero. Pidió un vaso de agua, le dio un trago al capuchino y lo dejo de nuevo en la mesa, estiro sus manos, cerró los ojos, sonrió. Puso dentro del vaso de agua el caleidoscopio, el líquido corrió por toda la mesa, le dio otro sorbo al capuchino, lo encontró muy dulce. Dejo unos cuantos centavos sobre la mesa, y una libreta roja. Salió del café y se me perdió entre las personas de aquí y allá. Me acerqué y tomé la libreta ante la mirada pesada de algunas personas. Me perdí entre la gente de aquí y allá.

III

Otro día amaneció. La libreta roja estaba frente a mí, mirándome con el lomo. La curiosidad mato al gato, pensé; y empecé a leerla. “Día 189 de 365: ¿Por qué mis pómulos son tan grandes?”,  arriba de esta descripción una foto de la mujer del café de la Marinaressa. “Venecia es como comerse de golpe una caja entera de bombones de licor”, otra foto. “He descubierto que si reemplazas el claxon y los gritos escuchando Schubert o Teleman la ciudad se vuelve insoportablemente hermosa”; una foto más. Era parecido a la bitácora de un poeta, fotos y fotos de la misma mujer, cada una como un pedazo de ella que regalaba a un desconocido cualquiera, porque lo mismo pude haber sido yo, o el mesero, o el hombre de la mesa de alado. Era un regalo, tal vez el motivo estaba frente a mí, era simple, sencillo, directo. Tenía que inventarla con cada pensamiento, y era como un deja vu << Creo que soy porque te invento…>> Tenía que inventarla para existir, cada foto, cada rostro era diferente, en la siguiente página podría ser quien yo quisiera, la mujer del cafetín de la Marinaressa o la joven del caleidoscopio en el ojo izquierdo. Así pasaba la mujer del cafetín de la nada a la completa existencia, era como un proceso cíclico: yo existía porque la inventaba, y ella existía porque la inventaba.

“No te voy a cansar con más poemas,
Digamos que te dije
Nubes, tijeras, barriletes, lápices,
Y acaso alguna vez
Te sonreíste.”

Y una foto de ella, sosteniendo su cabello. Sonriendo. Con unos labios rojísimos.

Era cierto, lo era porque el simple de hecho de pensar en un sacapuntas, en un lápiz de color amarillo, en un clip, en unas puntillas; era como si uno pensara en el capuchino, en la psicología analítica de Jung o en el intrínseco mundo astral que supone que todo tiene una causa y un efecto. Uno sonríe porque es cierto, porque es absurdo pensar en cosas tan complicadas, cuando uno puede decir: parangaricutirimicuaro, y reírse porque todo eso sigue sin tener sentido.

IV

“Paso mis tardes así, pintando árboles con gises”, y detuve mi lectura fotográfica. Era algo demente, saber que ella probablemente a esta hora, estaba ahí en alguna pieza junto al Dársena, pintando las paredes con árboles gigantes, que mañana ya no estarían, que desaparecerían con un chorro de agua, con el paso de las manos de los niños del orfelinato. Era eso, lo efímero de la eternidad, porque lo mismo era dibujar un árbol o una catedral; desaparecerían. Entonces me di cuenta de la subjetividad del tiempo, que un minuto puede ser una vida, y una vida puede durar un minuto. Me preguntaba frente al espejo que si ¿Vos también sos de tiza?; efímera y eterna ante el pensamiento de un millón de moléculas, que vendrían siendo; estos pies, estas manos, estos ojos. Quien sabe, si uno pinta una rayuela en el suelo y salta. Uno, dos, tres, al cielo y de regreso. Y al día siguiente ya no está, ya se fue, así serían todas las cosas hermosas, el cielo, un árbol, la mujer del café de la Marinaressa. Tal vez todo está hecho de tiza, y la muerte no sea nada más que ese chorro de agua, esas manos. Lo efímero de la eternidad, la subjetividad del tiempo. Un saca puntas, un bolígrafo. Sonríe.

V

Entre pensamientos pasaron las semanas, los días grises y la magia. Volví al café y volví a verla, sentada en la terraza, con un capuchino al que probablemente le disolvió tres cubos de azúcar. Pero esta vez entré al café, me senté en una mesa junto a ella y prendí un cigarrillo. Distantes, ella no sabía que yo la había inventado mil y un veces entre las cuatro paredes de mi habitación, ella no sabía que me había inventado a mi mil y un veces más dentro de las cincuenta y ocho páginas de la libreta roja. Entonces prendió un cigarrillo, y exclamaba:

−Se me escapa la vida, y sacaba el humo despacito.

Me dirigí hacia ella, y como había que inventar una conversación extraña, pero totalmente inteligible para dos personas como nosotros le dije:

− ¿Fumas?, sabiendo yo que sí, pues tenía el cigarrillo entre los labios.


−Sólo en las tardes de lluvia, contesto.



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