Nunca
pude conocer a Diego Echeverría, hasta el momento me extraña que me haya
mandado una carta justo el día en que muriera por un balazo en el pecho. A
Diego lo vi por primera vez en el colegio, siempre acompañado de una mujer de
cabello rizado, ojos tristes, y un poco baja de estatura, nunca se separaban,
la mujer lo tomaba del brazo y caminaban durante varios minutos. Después del
colegio lo mire en la facultad de medicina, acompañado de la misma mujer, que
parecía ya más la sombra de Diego que ella misma. Al graduarnos no volví a
verlo, más que de vez en cuando en la portada de alguna revista de ciencias; al
parecer pudo encontrar un tratamiento menos doloroso para el cáncer que la
famosa quimioterapia. Más tarde lo volví a ver, esta vez en la televisión, en
la ceremonia del premio Novel de Medicina, lo vi ya muy viejo de espíritu,
tenía unos treinta y cinco años cuando le otorgaron el galardón. Yo pude ver
que apenas y podía caminar al ser llamado al estrado, los ojos los tenía
brillantes, parecían dos astros radiantes, todo su cuerpo se tambaleaba y tu
tez se hallaba pálida. A partir de ese día que lo vi casi muriéndose no supe
nada de él, ni en revistas ni en televisión, la tierra se lo trago y el olvido
lo exilio de este mundo.
Me
encontraba en mi consultorio, atendiendo a un viejo que padecía de una artritis
muy severa, tenía todos los dedos de las manos contraídos, los huesos se
acentuaban en su arrugada piel y parecían que se le salían dolorosamente. El
viejo estaba en sus últimas andanzas, al ver su estado me ponía a pensar que
todo esto era una pérdida de tiempo, pronto este hombre iba a sucumbir ante los
encantos de una mujer oscura y poco encantadora. Todo esto va en contra de mis
principios como doctor, así que el remordimiento azoto mi cabeza por lo que me
encontraba pensando y proseguí con la consulta. Al final termine por recetarle
unas infusiones de yerbas del Perú, no acepte la remuneración del viejo. Lo
acompañe hasta la puerta para despedirlo tal vez para siempre; se fue con un
paso parsimonioso. Por un momento me pareció ver a Diego Echeverría alejándose de
mi consultorio con un bastón ya deshecho por el uso diario. Por algo pensé en
ello, al agachar la mirada encontré un sobre blanco en el piso. Se me ocurrió
que podría ser del viejo, pero al inclinarme para recogerla, en la parte
posterior del sobre estaba escrito mi nombre con tinta negra y letra cursiva,
algo muy viejo para la época.
El
viejo había sido mi único paciente esa tarde, entonces me dispuse a leer la
carta que no tenía remitente. Y leí algo así:
“Gustavo,
he de decirte que no nos conocemos mucho, nunca cruzamos palabra alguna, jamás
nos vimos a los ojos, pero nos conocemos con la vista. Mi nombre es Diego
Echeverría y si estás leyendo esto es porque un sueño me ha costado la vida…”
Se
podría decir que tenía la carta de suicidio del Premio Novel de Medicina en mis
manos, un vacío se formó en mi interior, parecía tragarse todo lo que había en mí;
corazón, hígado, pulmones, riñones e intestinos. Al pobre le cobraron factura
sus sueños, la ausencia de esa muchacha que lo acompañó por la vida, pues su existencia
acabo cuando ella lo abandono. Lo demás que vino después de Helena fue pura muerte.
Ahora entendí su estado en la premiación, entendía todo, menos porque yo tenía
que encargarme de los preparativos de su entierro…
Para
empezar fui a con un par de policías a la casa de Diego Echeverría, lo
encontramos en la sala con el pecho ensangrentado, una pistola en una de sus manos
frías y un libro de poesía antigua abierto entre sus muslos. Su inerte ruina fue
trasladada a la funeraria. Limpiaron su sangre, arreglaron su cabello, le
removieron todos los órganos para ser donados, y fueron remplazados por cientos
de pétalos de su flor predilecta; rosas rojas me parece. Una vez listo en su féretro;
visite a una vieja amiga suya. Cristina toco una hermosa pieza de piano
fabricada a petición de Diego. Por último una vez que el cuerpo estaba cubierto
por una tierra oscura y llena de alimañas se formó un triángulo encima del montículo
con pétalos de la misma flor; se le prendió fuego y dije: “Todo comienza con fuego y termina con fuego” También a petición
del muerto.
La
ceremonia finalizo, me quede completamente sólo en aquel cementerio. No paso
mucho tiempo cuando llego una mujer de cabello rizado y de estatura baja
acompañada de una niña de unos sietes años. Las dos caminaron hasta el lecho de
muerte, la pequeña dejo una rosa sobre la tumba de mi amigo, y se retiraron sin
más. La curiosidad alcanzo unos niveles muy altos en mí, me di a la tarea de alcanzar a la mujer con la niña en brazos.
Cuando pude alcanzarla le dije:
−
¿Usted conocía a Diego?
−Sí,
lo conocí por un largo tiempo.
La
pequeña niña entre tanto jugueteo dejo abrir su playera, una larga cicatriz se
le figuraba en el pecho, gracias a mi experiencia sabía que ese tipo de cicatrices
eran por un trasplante; en este caso de corazón.
−
Y a todo esto ¿Cómo se llama usted?
−Mi
nombre es Helena Molina y ella es mi pequeña Abigail.
Nos
despedimos con una sonrisa. Las dos se marcharon en un automóvil completamente
negro, hasta las ventanas. Ya con el tiempo, en alguna de mis residencias en el
Hospital Margarita me di cuenta de todo; que mi amigo novel no era un suicida,
sino un héroe anónimo que prefirió quitarse la vida para salvar a su amada
Helena del peor sufrimiento que podría experimentar una madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario