La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que
viene.
−Jorge Luis Borges
Helena es una mujer alta, de cabello rojizo. Sobre sus
mejillas lleva, como colocadas a propósito, unas pecas color café que resaltan
el color de sus ojos, que la hacen parecer un poco inocente. Lleva un
cuadernillo siempre con ella, lo lleva dentro de su abrigo de piel, del lado
izquierdo, cerca del corazón por si es necesario tranquilizarlo en algún
momento. Bajo el brazo izquierdo lleva un sobre amarillo, en la mano un vaso de
café, y con dos dedos de su mano derecha sostiene un cigarrillo que no ha
probado desde que lo encendió. Se consume poco a poco, las cenizas caen al
suelo con los pasos que Helena pronuncia. Empieza a sentir el calor que se
aproxima a sus dedos, lleva la mirada puesta en algún lugar del aire, del
espacio y tiempo que la rodea. Comienza a acrecentar la velocidad de sus pasos.
El cigarrillo se consumé y lacera los dedos de Helena, que con un grito y un
salto suelta la colilla quemada al suelo, que a su vez cae en un pequeño charco
de agua. Helena ve su reflejo distorsionado en ese espejo líquido. Por un
momento queda paralizada ante la presencia de una Helena acuática. Sacude su
cabeza, sigue su camino, aminorando sus pasos. Cruza una calle desértica, de
hecho todo su camino ha sido así, solitario. Pareciera que no hay más personas
en la tierra, como si una explosión de átomos hubiera extinguido la vida en
este planeta. Las calles le resultan desconocidas, grises y lluviosas.
Atraviesa una avenida, el semáforo esta en rojo, pisa las líneas blancas del
asfalto que le marcan el camino que la llevara a la acera de enfrente, pero
está sola. No hay automóviles que la apresuren, ni miradas que la persigan, ni
voces que la llamen, ni tiempo que la obligue a mirar el reloj sujeto a su
muñeca. Se detiene en medio de la avenida, la luz cambia a verde y siente una
brisa de viento que le golpea el abdomen. Coloca sobre el suelo el vaso de café
y el sobre amarillo. Se tiende en el asfalto, esperando algo que no se ve venir.
Escucha el motor de un automóvil que no llega, escucha el canto de su muerte,
un canto que le penetra por los ojos, la boca y el ombligo. Siente que es hora
de marcharse de esta vida, de la mierda que la rodea a cada instante. Espera el
momento en que el auto pase por encima de ella, presionando su cuerpo contra el
piso, reventando sus entrañas y su cráneo. Pero por más que espera, la muerte
no le llega, y la vida se le escapa por los focos que cambian de color: verde,
amarillo y rojo…
Se pone de pie para reanudar su recorrido, cansada de
esperar, como siempre, a la muerte. Toma el vaso de café, le da un sorbo, observa el fondo de la avenida tratando de buscar algo, una esperanza; diría yo.
Llega a la acera de enfrente siguiendo las líneas blancas marcadas por los
neumáticos de los coches que Helena no ha podido ver. Camina y camina por un
largo tiempo. Su mente va bien vacía, está enferma como ella. Por fin se
detiene frente a un edificio. Termina su café, deja caer el vaso que rodando
se va y desaparece entre unos arbustos. Con la vista recorre el edificio del
pie al punto más alto. Sonríe. Se acerca a la entrada del edifico, abre la
puerta de cristal, no puede ver a nadie. Camina por un pasillo de paredes
azules que la lleva a una recepción llena de sillas vacías, de un silencio
abrumador y una ausencia intrigante. Una mujer madura, de unos cuarenta años está
sentada tras un mostrador color blanco. Una blancura que da asco, tanta, que
Helena corré a un bote de basura para devolver el café que llevaba en el estómago.
La enfermera tras el mostrador la observa de rodillas en el piso, con la cabeza
introducida en el basurero. Escucha; y muestra una cara de desaprobación.
Se acerca a Helena cautelosamente, la toma por el brazo y la levanta. La
encuentra pálida, con los ojos caídos. La sienta en una de las tantas sillas
vacía, la mira pero no le dice nada. Son dos almas que se hablan, que se entienden.
La enfermera desaparece. Un doctor obeso aparece de inmediato.
Helena siente su presencia, alza la vista. Ve al doctor de
siempre, con su bata impecable, sus zapatos lustrados, el nudo perfecto de su
corbata, sus dos plumas plateadas que producen constantes destellos. Lo ve
sonreír, recuerda su miseria, su espléndida decadencia. Helena sigue de cerca
al doctor, entran a una habitación, se retira el abrigo, se acuesta en una
cama, el doctor coloca una aguja en el brazo de Helena y se retira. Ella mira
el líquido que entra en su cuerpo con el motivo de destruir el cáncer. Pero
también ese líquido la destruye, la cambia, la hace parecer un maniquí. Lo que
trata de salvarla, es lo mismo que la esta matado. Helena cierra los ojos,
quiere calmar el dolor que esta sintiendo con el silencio de su imaginación.
Pronto se ve sumergida en su fantasía. Se encuentra en lo
alto de una torre, el viento ondea su cabello, parece una bandera. Patria de
hombres a los que les ha robado el aliento. Respira el aire puro que el cielo
le hace llegar, escucha como las espadas chocan y como los hombres mueren en su
nombre. Abre los ojos, grandes montañas la rodean. Su belleza resguardada por
altas murallas. Imagina que es disputada por todos los hombres y mujeres. Pero
regresa a la realidad de un golpe nefasto. De nuevo se encuentra rodeada por
cuatro paredes blancas que le roban el aliento. Toma el cuaderno de su abrigo,
lo abre. Deja correr las páginas que desprenden un olor a melancolía. Se
detiene, y se pone a leer el contenido. “Helena de Troya”, dice la parte superior de la hoja
amarillenta. Sus ojos recorren la página de izquierda a derecha y una sonrisa
se dibuja en su rostro blanco. A Helena le encanta la mitología griega, igual
que a su padre, que conmovido por el relato de Helena de Troya nombro a su hija
con el mismo nombre, marcándola con el mismo destino. Ella, cada vez que se
pone a leer el mito de la mujer más hermosa de la humanidad se pone a
compararse. Ella también nació de un huevo de cristal que la mantuvo viva
durante sus primeros días de nacida. Entre cables y tubos que salían de su boca
lucho contra la muerte y salió de ese huevo translucido rejuvenecida. Renacida.
Ella, nuestra Helena y Helena de Troya tienen muchas semejanzas, ambas están destinadas
a ser terriblemente bellas, a ser envidiadas por el sol caprichoso. El
medicamento acaba de introducirse en su cuerpo, el doctor le retira la aguja y
la deja partir después de unas breves indicaciones.
Helena abre la puerta de su casa, todo está cubierto por un
manto de oscuridad infinita. Enciende las luces y todo queda expuesto ante la
mirada decaída de Helena que se mira reflejada en una puerta de cristal que
esta frente a ella, en el fondo de la sala. Se mira, de nuevo queda
estremecida, paralizada por un reflejo tenebroso de ella misma. Se desmaya, su
nuca se estrella con fuerza en el piso, y la sangre brota; pero no se puede
distinguir de entre su cabello incandescente. Se ve en la misma torre, viendo
la masacre que se lleva a cabo bajo sus pies. Baja las escaleras de la torre,
se detiene en un jardín de azucenas, el perfume la recubre, el sol la deslumbra
a tal punto que no puede distinguir formas, toda su vista se ve interrumpida
por una luz blanca que bruscamente busca conquistar su cuerpo. De nuevo un
golpe la trae de regreso, en esta ocasión fueron los gritos de los doctores lo
que la trajeron a la vida. Helena va atada a una camilla, bajo su cabeza la
blancura se pierde y se ve transformada en carmesí mal oliente. Cierra los ojos
y vuelve al jardín de hace unos momentos, su vestido blanco se recarga entre
las azucenas. La noche llega silenciosa y torna el verde del pasto en un azul
claro. Bajo la luna Helena le arranca los pétalos a una flor, la deja
completamente desnuda, deja solo un pequeño botón amarillo lleno de poros. Despierta nuevamente.
Recostada, cubierta por sabanas azules. Una maquina le proporciona
el oxígeno que necesita para mantenerse viva. Sus manos las mantiene a un
costado de su cuerpo, por encima de las sabanas, estiradas y bien quietecitas. Voltea
a un costado suyo, puede ver a un hombre sin cabello en la misma situación que
ella. Regresa su mirada a la pared de enfrente, y cierra los ojos para regresas
a su fantasía. Ahora está en una habitación, desnuda; cubierta solo por unas
cortinas de seda que caen de encima de su lecho, unas cortinas que se asemejan
a la caída de agua de una cascada, en este caso; una cascada de ilusiones perpetúas.
Gira la mirada a una ventana, ve al caballo. Un caballo gigante hecho
totalmente de madera. Dos hombres armados irrumpen en sus aposentos, la toman
de los brazos y la arrojan violentamente al piso. Despierta. Se encuentra sin
el aparato que la dejaba respirar, se siente menos débil. Se pone de pie, se
mira en el espejo del baño, su cabello volcánico se transformó en cenizas
perenes. Una bata blanca la separa de la desnudez total, de la vergüenza fatal.
Cierra la puerta del baño con seguro, pero antes le echa un vistazo a su
compañero de cuarto, que se mantiene bajo el efecto de unos potentes
tranquilizantes. Abre la llave de la regadera, el agua comienza a llenar una tina.
Helena vuelve al espejo, se desnuda, la bata cae a sus pies suavemente, se gira
para dirigirse a la tina que está completamente llena. En su espalda lleva un
dibujo en color negro de una manzana, bajo esta, unas palabras que dicen: “Para
la más hermosa” Se sumerge en la tina poco a poco, primero sus pies, luego su
sexo que mantiene algunos vellos rojizos, luego su abdomen que se contrae por
el frío del agua, su pecho también se hunde en el agua, y una vez cubierta
hasta el cuello vuelve a cerrar los ojos; esta vez sin huir a ningún sitio
dentro de su cabeza. Respira profundamente y termina por sumergirse. Abre los
ojos, un hombre de piel lisa y rizos oscuros la toma de los hombros, la saca
de la tina. Él seca su cabello, le pone un beso en los labios para sellar el
pacto de amor, ella sonríe.
− ¿Cuál es tu nombre?
−Paris, príncipe de Troya. ¿Y el tuyo?
−Helena, princesa de Troya desde nacimiento, enferma de cáncer
desde hace dos meses. Y muerta en la tina de un hospital. Soy Helena de Troya
solo aquí, en nuestra fantasía querido Paris.
−Helena de Troya, cancerígena desde hace dos
meses. He venido por ti, ya desde hace tiempo te he seguido el paso y ahora
nuestros caminos se unen.
Helena y Paris se tomaron de las manos, salieron de la
habitación en la que yacían dos cuerpos mal heridos en el piso. Esperanza y
Vida, eran los nombres de los dos soldados. Paris y Helena caminaron a lo largo
de un pasillo revestido de oro, y desaparecieron entre el estruendo de un relámpago
para no volverlos a ver.