domingo, 29 de diciembre de 2013

El fantasma

− Es especial, pensé. Mientras agitaba mi café con una pequeña cuchara de metal, y observaba entrar a una mujer de cabello castaño, que vestía un vestido blanco con algunas flores bordadas a la altura del vientre. El ruido de la campanilla -colgada en la puerta de entrada- paradójicamente silencio el lugar de una manera majestuosa.

Dejé caer el sobre de azúcar sobre la mesa de aquella cafetería, vieja y sucia de la calle Cincuenta y uno al sentir la esencia devastadora de aquella mujer que pasaba frente a mí. Cada cabello que salía de su cráneo jugaba con el viento producido por las ventanas para dar como resultado una danza maravillosa de pequeñas fibras muertas que se enredaban caoticamente por los aires. Recuerdo escuchar el ruido de los pequeños cubos de azúcar que se expandían muy lentamente por toda la superficie de madera de la mesa, es extraño, lo sé, pero en ese momento podía escuchar hasta el ruido del carro que frenaba bruscamente seis cuadras adelante del café para no arrollar a una niña de vestido amarillo que trataba de cruzar la calle desesperada para buscar a su madre.

Entonces ella pidió un café americano, se sentó frente a mí, me sonrío como queriendo arrancarme el alma. En esos cinco minutos, me pareció haber envejecido rápidamente, me mire en el reflejo que me proporcionaba el oscuro de mi bebida y me pareció verme 50 años en el futuro. Mi cara arrugada, mi dedos temblando, mi mente frágil, mi vida que pasaba entre una taza de café y una sonrisa nuclear.

−Aquí termina todo, volví a pensar.

De pronto ella dijo algo, no recuerdo bien las palabras, ni los gestos que hizo; pero sí recuerdo el sonido, esas maravillosas ondas vibratorias que hicieron que mi piel se pusiera de punta. Entonces le di un trago al café, pusé la taza de nuevo sobre la mesa, al volverme a mirar en aquel reflejo me di cuenta que había vuelto a ser yo. El mismo joven adicto al tabaco, a la cafeína, al incesante intento de suicidio que algunos llamararían, con probabilidades de equivocarse: vida.  Un empleado de la cafetería se acercó, le entrego un pastelillo de moras del que aún emanaba el vapor por lo caliente que estaba. Bajé la mirada para acomodarme el cabello por un lado, cuando regrese mi vista, ella estaba mirándome, con su taza de café cubriendo su boca rosada. Una mirada extraña, pareciera como si otra persona dentro de ella me mirara también. Ahí fue cuando hice a un lado el amargo placer que me producía mi bebida y me dirigí a ella sin apartar ni un segundo mi vista de la suya, que temblaba con cada paso que yo daba.

− ¿Estás sola?, pregunte con una mano sosteniendo mi cabellera y la otra acariciando el respaldo de una silla vacía.

−Eso creo, respondió irónicamente. Y dio un vistazo a su alrededor para hacerme sentir aún más estúpido con mi IQ de un niño de cuatro años.

Me senté sin hacer otra pregunta, ella mi miró sin ninguna respuesta. Pasaron los minutos,  las horas tal vez, no lo sé a ciencia cierta, pero el tiempo pasó y muy probablemente acabamos por terminarnoslo con esas miradas que nos propinábamos el uno al otro.  Sin indulgencia, ni caridad, ni amnistía internacional,sin destellos de bandera blanca, sin temor alguno; a la demencia o a la lucidez. Parecía una batalla a muerte. Decidí detenerme; consciente de que eso podría costarme la vida.

−Tus ojos…murmuré.

−Heterocromía, dijo ella.

No pude contestar, las palabras simplemente se habían ido. Me era imposible apartar mi concentración de aquellos ojos. Uno azul y el otro marrón. El ying y el yang conviviendo en perfecta armonía dentro de los ojos de esta muchacha. Hasta me parecía ver a los Dioscuros naciendo de sus huevos de cisne, me parecía verlos luchar esas mitologicas batallas, me parecía verlos danzar y luego volverse a disolver en el infinito mar de estrellas de aquellas pupilas. Y entonces se fue, sin decir  palabra, murmullo o insulto. Simplemente se fué, desapareció tras la puerta verde de la cafetería. Mi memoria es mala, a veces solo acudo a la misma cafetería, a la misma hora, para sentarme en la misma mesa de siempre y mirar así como un loco. Mirar el viento, mirar el humo de los cigarrillos, del vapor de café. Sentarme y envejecer junto a una taza de café caliente. Mirar, para tratar de encontrar una señal, un olor, una vista. Miro para buscar, como en esos programas nocturnos, al fantasma de aquellos ojos tan extraños.


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